¿Qué es ser ciudadano? Hasta hace algunos años, pensaba inocentemente que todo el mundo "se sentía" ciudadano. No esperaba encontrarme con que el discurso dominante estaba impregnado de nihilismo, que la gente suele refugiarse en las tesis comunistas de que que la responsabilidad sobre los actos es relativa, que lo importante no es tener la libertad y el coraje, sino "el derecho"; en definitiva, que "eso del individuo" es una falacia y que vivimos unos tiempos de mierda por culpa de conspiraciones globales, neo/teo - cón, judeo - masónicas, eco - marxistas, etc.
Deben disculpar mi confusión: me había pasado toda mi vida viendo a mi padre irse al trabajo a las 7 de la mañana y volver a las 4 de la tarde, cuando Sevilla era una ciudad cutre, llena de mirones y exhibicionistas, cuando a los hoteles venían manadas de guiris con ganas de desabrocharse un rato la faja de puritanismo, cuando venían grupos de rusas a cambiar vodka y cigarrillos por medias, cuando rugían por la calle Torneo los mercedes de los amigos del Guerra, llegar del Aljarafe a Sevilla eran sólo 20 minutos de atasco y comprarse una VPO de 14 millones con una parcelita de césped era el sueño de todo currito. Soy un niño pijo de los Remedios, un pequeño - burgués que, acostumbrado a mirar el mundo a través de sus padres, pensaba que la honradez, la honestidad y la humildad eran la santa trinidad de toda la buena gente del mundo; que, del mismo modo que en la casa de mi abuelo colgaba junto a la puerta un azulejo rezando "que Dios bendiga las cuatro esquinas de esta casa" y en la mía nunca falto un sanpancracio con su perejil y una foto de fray Leopoldo, estaba seguro que los sueños de los miles de sevillanitos que ligaban entonces su destino al de la Expo'92 compartía ese imaginario y esos principios.
Tenía razón Ortega cuando fijaba la medida de una generación en 15 años. Para mí, desde luego, ha pasado toda una vida, pero al ver a mis padres también veo en sus ojos que la vida ha cambiado para ellos. Nunca supe por qué mi padre me previno tanto contra los políticos, por qué se lamentaba tan amargamente de haber votado en el 82 a González, por qué, conforme pasaban los años, cada vez me repetía más la frase "yo no corrí delante de los grises para esto". No lo supe hasta el día en que me pasó lo mismo a mí.
Ser ciudadano no es una vía de expiación ni de santidad. Tampoco es una obligación, ni tan siquiera una condición significativa: el señor que va cruzando un paso de cebra montado en su moto, o el que cruza a pie una avenida de seis carriles por donde quiere, jugándose la vida, es tan ciudadano como el que se para con el semáforo en ámbar. La condición del ciudadano se parece a la del espectador: no se espera de ti más que aplaudas o guardes silencio, que pagues tu entrada y que vuelvas alguna vez. Si algún día, en el fútbol, se te ocurriera increparle al entrenador por sus memeces, o a los jugadores por su mezquindad, entonces se te tacharía de ser un "simple aficionado". El sentimiento es el mismo cuando un político dice que "nos dediquemos a disfrutar, que ya hay otros preocupándose", o cuando se cuestiona la voz de las urnas, menospreciando la capacidad crítica de la gente.
Se es ciudadano. El castellano para estas cosas es un idioma magnífico: uno "es" guapo, porque el atractivo se retiene, pero puede o no "estar" en forma, porque la experiencia demuestra que es difícil mantener el tipo. Lo que "se es" forma parte de la persona de un modo más estable que lo que "se está". "Ser ciudadano" es como "ser un López", como "ser madridista" o "ser de Plasencia": son adscripciones que heredamos, que recibimos a través de las costumbres y modulamos con nuestros gustos - claro que uno puede ser un bético rodeado de sevillistas y viceversa, pero creo que se entiende la idea-. Por otra parte, aquello en lo que "estamos" es el producto de decisiones propias, no necesariamente valientes, orgullosas o auténticas: podemos estar en algo porque la vida nos ha ofrecido un ramillete de malas posibilidades y nosotros decidimos quedarnos con una que, a la postre, resultó ser la peor alternativa. Uno puede "estar" quemado de su trabajo y saber positivamente que la vuelta atrás está jodida, que tiene una familia a la que alimentar y que no puede dedicarse a su edad a competir con niñatos recién salidos de la facultad ni con un mercado que le rechazaría sólo por su edad, uno puede "estar" preocupado por la epidemia de despidos y cierres, porque tiene que hacer trampa para que las cuentas le cuadren, porque el negocio no va bien o porque los niños parecen acogotados y no son capaces de levantarse de la tele o del puñetero ordenador. Uno puede "estar" cabreado con los demagogos que nos gobiernan en la ciudad, en la comunidad y en el país, cabreado consigo mismo por haberlo propiciado; por extensión, puede "estar" cabreado con los vecinos, con los viandantes, con los tertulianos de todos los programas, con los productores de las series de televisión, con el lobby gay, con los eco - estafadores, con la "ética del ventanilla" dominante y con los porreros que educan a sus niños; puede acabar asqueado de los ringorrangos, maricomplejines, meapilas, calzonados, casposos y demás mejunje con la que ha acabado formando la pringá de los desencantados... Uno puede dedicarse a bufar y dejar salir toda la tensión acumulada, que no por eso va a ser menos cierto que todo esto forma parte de nuestra vida, la que nosotros hemos ido construyendo.
"Ser" ciudadano de sangre o de cuna no significa nada. Los ingleses, que en esto de la democracia nos llevan algunos siglos de ventaja, enseñan a sus hijos en lo que significa "ser ciudadano" en las escuelas, pero yo no estoy convencido de que la voz del maestro o los libros con ilustraciones coloridas sean suficiente para cautivar el espíritu atolondrado de los niños y, todo sea dicho, tampoco sé si confiarse en manos de un sistema educativo garantiza el éxito en la empresa de cultivar el amor por la ciudadanía. Creo más bien que el secreto de la receta está en la persistencia de la memoria ciudadana por encima de los ríos de mediocridad que vomitan las empresas de comunicación. Particularmente, apunto a la perpetuación de los hitos de la sociedad civil y la proyección de sus referentes humanos - con su dimensión mundana también, porque nos viene bien saber que todos somos igual de miserables para no olvidar que somos igual de dignos.
Cuando se cumplen cuarenta años del Mayo del 68, ahora que vivimos en un mundo mejor para los (bolsillos) que se quejaban entonces, debemos preguntarnos, sobre todo los españoles, si hemos cuidado nuestra memoria. Desdeño a los políticos y periodistas que, no conformándose con el monopolio de la historia, untan su espátula con arrogancia en las profundidades de la intrahistoria con el sólo afán de hacer demagogia. Es más: reivindico como ciudadano la propiedad de mi memoria y lo hago desde la seguridad de quien siente en su mano el peso de la antorcha que sus padres le han dejado en herencia. No reniego de los fracasos de mis antecesores. Todo lo contrario: los asumo como parte de lo que "soy", y "estoy" persuadido de que mi vida es un nuevo trazo que continua, a mi manera, la trayectoria que me precede.
En este país no pueden pasar dos generaciones sin producirse una revolución, por eso España crece como los dientes de una sierra: llega a su cenit y, de repente, aparece una generación que quiere reinventarlo todo, necesita deshacer todo lo conseguido para arreglar los problemas heredados; problemas que, probablemente, residen más en su imaginación que en la realidad. Esta característica nuestra no sería más que una estampa típica o una traza en nuestra semblanza histórica si no fuera porque las revoluciones siempre han venido de los mismos y siempre nos han arrastrado a los mismos: desde los tiempos de Godoy hasta nuestros días, no ha habido un sólo problema en España que no pueda explicarse por la sencilla fórmula de "los políticos se creen los amos del mundo y los demás somos todos gilipollas por dejarles".
Está claro que vivimos tiempos de cambio: el reloj marca el final de una época, pero todavía no se vislumbra qué es lo que viene después. Se suceden falsos profetas y sofistas, todo parece ir muy deprisa y, al mismo tiempo, hacerse insufriblemente lento; nuestras fuerzas parecen desvanecerse ante el peso del día a día. Cunden el miedo y el desánimo. Muchas cosas se vienen abajo, y parece que nadie consigue crear, en medio de la tempestad, algo que perdure. En mitad de todo esto, ¿qué es "ser ciudadano?
En un tiempo en que todas las estructuras parecen reblandecerse, en el que los valores y las costumbres pierden la inercia que los sostiene, en el que larguísimas sombras oscurecen todo lo que conocemos y ocultan todo lo que está por venir, ser ciudadano deja de ser una condición pasiva: el ciudadano es la argamasa que da cohesión al orden viejo y, por lo tanto, también será la argamasa del nuevo. El motivo es bien sencillo: no existe poder sin concesión, no existe orden sin poder y no existe sociedad sin orden. Como lo que se está viniendo abajo es el orden dominante, observamos cómo cambia nuestra percepción del poder, cómo se perfilan los participantes de la contienda por el nuevo orden, cómo se van sumando circunstancias a la trama, pero sin cambiar las reglas del juego, porque estas reglas se desprenden de las leyes de conservación que dan sentido a la vida.
Analicemos la tendencia: hace mil años, el poder venía del Altísimo, hace quinientos, el Rey era el poder, hace doscientos, todo el poder estaba en un puñado de manos. Hoy en día, el puñado se ha abierto; Mañana, ¿qué pasará con el poder? ¿A quién le corresponde desprenderse para seguir dando el poder a otros?
En la época que se avecina quizás ser ciudadano no será tan sencillo como haber nacido en un determinado lugar y disfrutar las ventajas de que nuestro poder sea administrado por manos ajenas: quizás haya que "estar" preparado para "ser" ciudadano. No tengamos miedo. Todo lo contrario: afrontémoslo con ilusión. Todo lo que ha venido antes que nosotros ha fracasado, pero en cada nuevo reparto la vida se ha hecho más justa y agradable. Visto así, ojalá llegue el día en que seamos dueños de nuestra memoria, nuestra dignidad y nuestro destino.
Respuesta a Diego Martín, de estrelladigital.es, por su artículo "Ilusiones perdidas".
Clandestino Says:
Ser ciudadano, solo es ser humano en el deseo de serlo sin menosprecio a ser la pasarela sobre la que camina él mismo, intentando librarse del barro que afanosamente lo embadurna todo y del que somos parte.
Entender el mundo, es entender la nada, partiendo de la gran dificultad de enterse a uno mismo, siendo cada uno un mundo ignorado. Cada uno de nosotros vive con un desconocido, afanado en conocer las pulsaciones del mundo ajeno y lo que es peor obsesionado por entenderlo. Damos zarpazos sin destino, abrumados por la inmensidad de tantos objetivos. Huimos del miedo que es nuestro y no encontramos justicia en nuestro corazón.
No podemos vencer al miedo que nos protege de nosotros. Lo conseguiremos cuando ya no necesitemos ser ciudadanos. Cuando la fórmula de la vida este resuelta. Cuando vivir la vida sea de un interés accesorio u opcional. Cuando nos libremos de nosotros. Del lastre de nuestros miedos, carencias y debilidades. De nuestros hedores y del infierno de compartir el de los demás...
Mientras tanto la energía que nos mantenga, no tiene fórmulas ni orígenes extraños. Se trata de aferrarnos a la verdad que nutra a la justicia que ampare el derecho, defendiéndola con la razón y el coraje que no deje fisuras a la renuncia.
La muerte la tenemos segura. La vida hay que merecerla, ganándola cada día. No le des mas vueltas.
Saludos cordiales
Posted on 27 de abril de 2008, 23:53
manulissen Says:
Es una manera muy sabia de decirlo, Clandestino. Yo no tengo edad para ser sabio y, como tú bien dices, me muevo absorto por la inmensidad de lo que me rodea.
¿Dónde está esa verdad raíz: Está en el corazón de cada hombre? Y Y dime: ¿No crees que saber que existe esa verdad - por pequeña o inalcanzable que sea - hace que todo lo demás tenga sentido, incluso nuestras miserias?
No me quiero detener en entelequias. Simplemente, me pasa que la resignación es un sentimiento que me perturba, casi tanto como la indiferencia. ¿Eso es todo lo que podemos hacer en tiempos de oscuridad? Me hace pensar: ¿cómo puede resignarse ante la injusticia quien sabe que la verdad está de su parte?
En cualquier caso, estoy totalmente de acuerdo con tu corolario.
Un saludo y gracias por tus palabras.
Posted on 28 de abril de 2008, 0:26